El penal mañanero / The morning penalty kick
Ojalá que todo lo pudiéramos resolver pateando un penal… / I wish we could solve everything by kicking a penalty
Versión en español
Son las 5:45 de la mañana, me encuentro en la ruta 25 del autobús que se dirige hacia la universidad. Voy a mi clase de Diseño y Producto IV. Hasta el momento, ha sido un trayecto normal, el bus va lleno, como siempre sucede a esta hora.
Las caras de los usuarios del sistema de transporte reflejan el cansancio de la madrugada típica del trabajador colombiano: personas que quisieran, al menos, levantarse cuando el sol ya esté en el horizonte y no antes, que caminan en la oscuridad hacia paradas repletas de individuos luchando por no quedarse dormidos y deseando tener la suficiente fuerza para mantenerse de pie durante todo el trayecto.
Me subí hace quince minutos con la certeza de ir de pie, como todos los días; pero afortunadamente, pude encontrar un puesto que me dio una joven que se levantó cinco minutos después de que tomara el autobús. Fue un pequeño evento bastante afortunado para mí. El estar sentado a esta hora es como tener un privilegio para alguien digno de ser un rey… Bueno, un monarca humilde. Pero el tener un asiento en hora pico es un placer de oficinista; es como lo que sientes cuando te eligen de primero en un partido de fútbol de barrio.
Y aquí estaba yo, sentado, con la posibilidad de viajar cómodamente y poder ver el paisaje y el amanecer de la ciudad en la hora pico mañanera.
El autobús seguía su camino y podía observar cómo dentro de los autos se veían caras de niños aprovechando el tráfico para dormir más, personas solitarias cantando dentro de sus autos para vencer el sueño y motivarse para afrontar las ocho horas diarias laborales, taxistas discutiendo sobre política con sus pasajeros mientras escuchan las noticias más importantes del día, etc…
El clima se resumía en un sol tenue que se lograba esconder a ratos por pasones de nubes que daban algo de sombra.
A mi derecha, a través de la ventana, pude observar una pequeña cancha donde unos niños, con el uniforme de Educación Física de algún colegio público de la ciudad, se encontraban peleando. Dos de ellos intentaban separarlos, pero su rabia era tan grande, que se podía sentir la tensión hasta en el bus en donde me encontraba.
Cada uno empujaba al otro sin querer ceder a sus intereses particulares. En ese instante, me pregunté si no había en ese escenario ningún adulto cerca para separarlos, pero al parecer, nadie se encontraba en las proximidades de la zona del conflicto.
En ese momento apareció una pequeña niña cargando una pelota entre sus manos.
La niña se ubicó en el medio y dijo algo mientras miraba fijamente a los dos involucrados en la pelea, lo cual, al parecer, resultó muy efectivo: pararon sus agresiones físicas y comenzaron a dialogar en términos mucho más civilizados y casi que amigables.
La niña señaló un arco y los dos niños involucrados aceptaron la propuesta de ella.
Llevando el balón en sus manos, la pequeña puso el mismo objeto en el punto de penal de la portería de microfútbol que había frente al arco que daba hacia la concurrida calle. Uno de los niños dejó su morral en el suelo, mientras que el otro caminó hacia el arco y comenzó a prepararse para lo que se intuía, sería un cobro de tiro penal directo al arco.
El niño que se encontraba frente al balón dio dos pasos hacia atrás, miró fijamente al arco e inmediatamente corrió para patear con una técnica bastante sencilla: fue un tiro con la punta de su tenis blanco de tela, bastante común en los colegios colombianos. El otro niño, que se encontraba en el arco, se lanzó hacia la esquina derecha superior y con un manotazo logró desviar el balón.
El pequeño arquero se levantó emocionado, y se dirigió a la ubicación del otro niño con una actitud de euforia que contrastaba con la cara de tristeza del que había pateado el balón.
Este último sacó de su bolsillo una pequeña tarjeta dorada que luego le daría en las manos al pequeño arquero. Luego de dicha entrega, se dieron la mano y mi autobús siguió su camino. Todo esto ocurrió en máximo un minuto, mientras el autobús esperaba el cambio de luces del semáforo de aquella calle.
No pude dejar de pensar y sentir algo de envidia de esos niños: lo fácil y rápido que es detener una pelea y olvidar todo mediante una pequeña competencia.
Me imaginé retando a mi profesor a disparar un penal. Quisiera decirle: “si usted me hace gol, vengo a ayudarle a corregir parciales un día festivo, si lo tapo, me sube la nota a 3.0”. Pero bueno, el mundo adulto es más complicado y nuestros rencores no se olvidan con una emoción efímera como un gol, así que regresé a mi vida adulta esperando que el próximo semáforo no se demorara tanto o que pasara algo igual de interesante que me dé ideas para poder aprobar mi semestre, ya que debo entregar un informe antes de la hora del almuerzo y levantar en el tercer parcial dos notas negativas.
Y bueno… No me queda más que esperar que algún día pueda repetir el tener asiento en el bus al comenzar una nueva jornada.
English version
It’s 5:45 in the morning, and I’m on the Route 25 bus heading towards the university. I’m on my way to my Design and Product IV class. So far, it’s been a usual journey; the bus is crowded, as is typical at this hour.
The faces of the public transportation users reflect the fatigue of the typical early morning for Colombian workers: people who would prefer, at least, to wake up when the sun is already on the horizon and not before, walking in darkness to stops filled with individuals struggling not to fall asleep and wishing to have enough strength to stand throughout the journey.
I boarded fifteen minutes ago with the certainty of standing, as I do every day; but fortunately, I managed to find a seat given by a young woman who stood up five minutes after I boarded. It was a fortunate little event for me. Being seated at this hour is like having a privilege for someone worthy of being a king… Well, a humble monarch. But having a seat during rush hour is a pleasure for an office worker; it’s like the feeling you get when you’re picked first in a neighborhood soccer game.
And here I was, seated, with the possibility of traveling comfortably and enjoying the scenery and the city sunrise during the morning rush hour.
The bus continued its journey, and I could observe faces of children inside cars taking advantage of the traffic to sleep more, solitary individuals singing inside their cars to overcome sleep and motivate themselves for the eight-hour workday, taxi drivers discussing politics with their passengers while listening to the day’s most important news, and so on.
The weather was summed up in a faint sun that occasionally hid behind passing clouds, providing some shade.
To my right, through the window, I could see a small field where children, wearing the Physical Education uniform of some public school in the city, were fighting. Two of them tried to separate them, but their anger was so great that you could feel the tension even on the bus where I was.
Each pushed the other, unwilling to give in to their particular interests. At that moment, I wondered if there was no adult nearby to intervene, but apparently, no one was in the vicinity of the conflict zone.
Then a little girl appeared, carrying a ball in her hands.
The girl positioned herself in the middle and said something while staring at the two involved in the fight, which, apparently, was very effective: they stopped their physical aggressions and started talking in much more civilized and almost friendly terms.
The girl pointed to a goal, and the two children accepted her proposal.
With the ball in her hands, the little one placed the object on the penalty spot of the small soccer goal in front of the busy street. One of the children left his backpack on the ground, while the other walked towards the goal and began preparing for what seemed to be a direct penalty kick.
The boy in front of the ball took two steps back, stared fixedly at the goal, and immediately ran to kick with a quite simple technique: it was a shot with the tip of his white canvas tennis shoes, quite common in Colombian schools. The other boy, who was in the goal, threw himself towards the upper right corner and managed to deflect the ball with a swat.
The little goalkeeper jumped up excitedly and headed towards the location of the other boy with an attitude of elation that contrasted with the sad face of the one who had kicked the ball.
The latter pulled out a small golden card from his pocket, which he then handed to the little goalkeeper. After the exchange, they shook hands, and my bus continued its journey. All of this happened in less than a minute, while the bus waited for the traffic light to change on that street.
I couldn’t help but think and feel a bit envious of those children: how easy and quick it is to stop a fight and forget everything through a small competition.
I imagined challenging my professor to take a penalty shot. I would like to say, “If you score, I’ll come to help you correct exams on a holiday; if I save it, raise my grade to a 3.0.” But well, the adult world is more complicated, and our resentments are not forgotten with a fleeting emotion like a goal, so I returned to my adult life, hoping that the next traffic light wouldn’t take so long or that something equally interesting would happen to give me ideas to pass my semester, as I have to submit a report before lunchtime and improve two negative grades on the third exam.
Well… I have no choice but to hope that someday I can repeat the experience of having a seat on the bus at the beginning of a new day.